En el año 2013 uno de los edificios más icónicos de Nueva York, Grand Central Station, cumplirá 100 años.
Una edad que quizás no habría podido alcanzar si no hubiera estado en Nueva York. Un lugar cómo pocos, en el que la conciencia de ser parte de la ciudad y actuar para defenderla, está profundamente arraigada.
Hay que remontarse a los años 70. Al igual que ocurrió con el edificio original de Pennsylvania Station, una obra maestra excepcional del estilo Beaux Arts demolido en 1963 en aras de la especulación, los problemas financieros estuvieron a punto de provocar otro atentado arquitectónico con el edificio de la calle 42. Afortunadamente para Gran Central Station, una neoyorquina de adopción y enamorada de la ciudad, Jackie Kennedy, utilizó su influencia y estatus, para conseguir los apoyos necesarios y salvar uno de los edificios más fotogénicos de Nueva York, mil veces inmortalizada en el cine y millones de veces fotografiada por los que visitan la ciudad.
A esta historia no muy conocida, se pueden añadir otras muchas protagonizadas por ciudadanos anónimos. Cómo los residentes de la zona de Tudor City, uno de los primeros desarrollos residenciales de la ciudad, que vio peligrar en los años 70, igualmente en aras de la especulación, los jardines públicos que contiene. Gracias a su movilización y esfuerzo, hoy sigue siendo un rincón verde poco conocido del Midtown este neoyorquino, con estupendas vistas de East River a la altura del edificio de Naciones Unidas y uno de los mejores lugares para ver el fenómeno del Manhattanhenge.
Pocos lugares cómo Nueva York, cuentan con un centro de reunión para recién llegados en el que aprender inglés y conocer a otros estudiantes de todo el mundo ansiosos, cómo tu, por conocer mejor una ciudad que fascina desde el primer momento que pones un pié en ella. Todo ello es posible gracias a los voluntarios que ceden su tiempo libre para, cómo ellos dicen, devolver a la sociedad lo que esta les ha dado. Después de más de 50 años de existencia, The International Center se enfrenta a un nuevo reto, el de reinventarse tras haber perdido algunos de sus patrocinadores. Una eventualidad de la que seguro saldrán airosos, porque cómo en las historias anteriores, no piensan rendirse.
Otro buen ejemplo de perseverancia lo encontramos en la Asociación de amigos del High Line, que luchó durante 30 años para conseguir que la antigua vía de tren por la que discurría la línea del ferrocarril de carga de West Side Line fuera recuperada para el disfrute de todos los neoyorquinos y de los que visitan la ciudad. Gracias a su esfuerzo, el High Line se ha convertido en una de las atracciones más interesantes de Nueva York, está cambiando la fisonomía de los barrios por los que discurre, atrayendo nuevos desarrollos urbanísticos a lo largo de su recorrido y sirviendo de plataforma para acoger las más variadas actividades artísticas. Cuándo este finalizada su tercera y definitiva fase, con apertura al público prevista para mediados del 2014, el High Line discurrirá desde el Meatpacking District hasta la calle 34, ofreciéndonos unas impresionantes vistas del río Hudson y los vestigios de la arquitectura portuaria e industrial que dominaba en la zona, y que ha ido perdiendo presencia poco a poco por la construcción de modernos edificios de oficinas y apartamentos.
Tenía que ser en Nueva York dónde surgiera en los años 70 el germen de una tendencia que ha ido ganando adeptos en todo el mundo, y de la que encontramos ejemplos en la mayoría de las grandes ciudades, los jardines comunitarios. El primer ejemplo de lo que se suele denominar guerrilla urbana, apareció en un pequeño solar en desuso de Bowery. Recuperado por una vecina de la zona, Liz Christy, con el apoyo de otros residentes y amigos, se convirtió en un pequeño oasis verde en medio del tráfico constante de Houston Street. El lugar, que lleva el nombre de su creadora, forma ahora parte de una red de jardines autorizados y administrados por la ciudad de Nueva York.
Hablamos de agradecer y de dar, pero no podemos olvidar el recíproco. Porque Nueva York no olvida y recuerda que es la ciudad que conocemos, gracias a las aportaciones de todos los que han llegado. Los que lo hicieron en las grandes oleadas del siglo XIX, y también los que la siguen eligiendo cómo destino para vivir hoy. El mejor tributo que la ciudad ha podido hacerle a los inmigrantes del XIX, ha sido recordar el modo de vida de los que habitaron en uno de los barrios más interesantes, también del Nueva York actual, el Lower East Side. Gracias al Tenement Museum, que ha reconstruido con asombroso rigor varios apartamentos de la Calle Orchard, podemos ver las condiciones en las que vivieron muchas de aquellas familias procedentes de Europa.
Y, si, Nueva York también se hace querer porque tiene un restaurante japonés como Soto o un bar cómo el Campbell Apartment, un lugar cómo Mamoun’s para tomar el mejor falafel del mundo, o los donuts de Doughnut Plant.
Artículo publicado en el número de enero del magazine Es Madrid no Madriz. Gracias, Ramón, un amante de Nueva York, por ofrecerme escribirlo.